miércoles, 1 de septiembre de 2010

Cerdos de guerra

Qué vergüenza. Qué vergüenza comprender la actitud con la que conduces tu vida, destructiva, inequívoca, universal y verdadera. Irreprochable.

La justicia del justiciero, la pintan con los ojos vendados, pero ya no lleva balanza. Los valientes sobreviven, los que creen serlo y se apoyan en verdades confeccionadas por el odio acabarán cayendo en su propia mierda. Revolcaos, llorad y maldecid al cielo vacío. Contaos una a una las mismas historias, tantas veces como queráis, llenadlas de la realidad que les falta y llorad. Que algún comprenderéis lo que están tratando de deciros. Pero no mientras tengáis los oídos tapados.

Hablemos de lealtad, de amistad o de amor, de pureza y confianza. Y ahora, todos juntos, vomitemos en los rostros de aquellos que no tienen culpa. No tienen culpa no, de no seguir el juego partidista que impones. Dónde está el amor que profesas, ése que de pronto se transforma en odio. Dónde está la amistad de la que hablas, que ahora ha reventado salpicando a quién no debía. Parece que la comprensión no tiene por qué ser recíproca. Nunca quise entender el concepto de empatía, pero tampoco me importó. Mientras los míos sigan conmigo.

Y entonces atacas. Y atacas a todo. Sin importar argumentos. ¿Para qué? Yo, mí, me, conmigo, porque tú, ti, te, contigo tendrías que entender, que pensar un poco en, que tratar de ayudar, que haberte sa-cri-fi-ca-do.

La venda de la justicia se me sube a la cabeza. Qué vergüenza. ¿Dónde estás cuando te necesito? Sólo quedan los que queremos ver. Y lo que queremos ver.

Yo soy como soy.

Y, por cierto, vergüenza me daría.

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